Resulta difícil dibujar un cuadro homogéneo de una clase trabajadora que agrupa a miles de  millones de personas en el mundo. Una clase trabajadora sometida a una fragmentación inédita que va desde el ingeniero de una concesión española para la instalación de raíles en Arabia Saudí a la trabajadora de una planta textil de Bangladesh, pasando por una camarera de piso en Benidorm, una teleoperadora de Barcelona o un parado de larga duración de Gamonal.

 

Los contextos sociales, económicos, políticos y laborales son diferentes aquí o allá.  Las transformaciones tecnológicas, la precarización del mercado laboral y la globalización, han conducido en las economías capitalistas occidentales a una descentralización productiva, una deslocalización de la actividad y una extensión de la subcontratación. La economía capitalista en occidente camina hacia la deslocalización y la terciarización, lo que no le impide convivir con la existencia de verdaderas ciudades-fábrica en Asia. Consecuentemente en las economías capitalistas más desarrolladas la conflictividad social se juega hoy en un escenario de luchas defensivas contra la precarización o las deslocalizaciones, mientras que en los países denominados emergentes las luchas son simplemente por unas condiciones más humanas de trabajo.

 

No obstante, existe un hilo conductor, una amalgama solidaria de clase. Hoy como ayer, el potencial revolucionario de la clase trabajadora se basa en el hecho de encarnar una situación de dependencia. Aquí o allá, la clase trabajadora ni controla (porque es expropiada de) los medios de producción, ni tiene la capacidad de decidir sobre los aspectos fundamentales de la organización del trabajo y de la vida social. Esta relación de dependencia -esta alienación fundamental- no desaparece al suavizarse su carácter coactivo (monarquía o república constitucional, estado social o del bienestar, sociedad de consumo) ni porque deje de ser una dependencia personalizada (trabajar para una empresa, una ONG o el Estado regidos por convenciones colectivas). En todos los casos, el o la trabajadora sigue careciendo del control tanto de los medios de producción y distribución como de la propia organización del trabajo. Es decir, sigue en lo fundamental sin ser dueña ni de su trabajo ni de su vida.

Las trasformaciones ocurridas desde la década de los 70 en el seno de la estructura social de las sociedades capitalistas occidentales: por un lado, la lenta promoción de posiciones asalariadas acomodadas y la fragmentación del esquema socio-laboral alumbrado por el fordismo, por el otro, el éxito de las representaciones capitalistas de la realidad social (del lugar social ‘clase media trabajadora’ o de las ideas de ciudadanía o de individuo emprendedor), han hecho perder potencial de identificación a la categoría “clase trabajadora” en el imaginario de la propia clase trabajadora, desposeyéndola en buena medida de su potencialidad política y revolucionaria.

A día de hoy, quien fracasa en la sociedad capitalista se responsabiliza a sí mismx y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. La hegemonía cultural capitalista y su psicología positiva recurso-humanista al servicio de la explotación han conseguido que dirijamos nuestra agresividad de explotados y explotadas hacia nosotrxs mismxs, transformándonos de potenciales revolucionarios y revolucionarios a depresivxs, amargadxs y aguafiestas.

Toda esa gente, a quienes el poder económico y el Estado han enseñado a pensarse como ‘clase media trabajadora’, ‘cliente/a’, ‘consumidor/a’, ‘usuario/a’ ‘ciudadano/a’, ‘emprendedor/a’, asume en consecuencia como normalidad toda la sinrazón capitalista, su injusticia, su desigualdad, su imposición, siendo éste el mayor logro del sistema: lograr mediante el control social que sus víctimas sean sus principales defensores. Desde la propaganda capitalista se nos desliza subrepticia y reiteradamente que el cambio no pasa por la toma de conciencia, la organización colectiva y la lucha de clases, sino por una ‘activación’ de nuestras disposiciones socio-laborales, una mejora de nuestra ‘empleabilidad’ y un trabajo cotidiano sobre nosotros mismxs que redunde en una mejor adaptación subjetiva a las condiciones laborales.

La crisis capitalista, por debajo de todas las violencias y del indecible sufrimiento popular, alumbra no obstante un contexto de oportunidad para quienes estamos convencidos y convencidas de la centralidad estratégica de la clase trabajadora en la lucha por la emancipación social. El desempleo masivo, la irrupción de un amplio sector de trabajadores y trabajadoras pobres y precarizadas, la descalificación social de los sectores asalariados prestigiados en la fase anterior, debido al importante retroceso de las condiciones laborales, unido a un recrudecimiento en la exclusión de los grupos vulnerables per se del mercado capitalista del trabajo, nos retrotraen a situaciones cuasi decimonónicas de explotación y precariedad social, y abren nuevas posibilidades para una pedagogía y una reactivación de la conciencia y de la lucha de clases.

Es por ello que desde Comité de No Hay Tiempo que Perder de Burgos, como colectivo político anticapitalista y de clase, ponemos en marcha la campaña “100% CLASE TRABAJADORA”. Para contribuir a una pedagogía revolucionaria que ayude a pensarnos y actuar socialmente no ya a través de las categorías e identidades de nuestro enemigo de clase, sino como la clase social científicamente definida que, desempleados y desempleadas, trabajadores y trabajadoras pobres, precarios y precarias, y mujeres, doblemente explotadas por el capitalismo y el patriarcado, constituimos. Somos la “CLASE TRABAJADORA”, la mayoría social expropiada que se ve obligada a trabajar para los propietarios de los medios de producción, estatales o privados, a cambio de un salario, creando las riquezas y haciendo funcionar la sociedad. Exijamos a través de la organización y la lucha, tanto en la calle como en el curro, nuestro legítimo derecho a recuperar lo que es nuestro.

NHTQP Burgos